El pasado sábado 24 de junio, la Coordinación de Aragón de Amigos del Románico organizó una jornada de románico local dedicada al monasterio de San Juan de la Peña y a las iglesias del pueblo altoaragonés de Santa Cruz de la Serós.
El grupo de Amigos partió de Zaragoza, temprano en la mañana; tras casi dos horas de viaje, dejando atrás Jaca y rodeando por el NW la imponente mole de Peña Oroel, el autobús contratado especialmente para la ocasión fue trepando las laderas muy verdes y frondosas de la Sierra de San Juan de la Peña, ganando altura y disfrutando con unas vistas maravillosas del valle prepirenaico de Atarés, encerrado entre la sierra y la cordillera, y recorrido de Este a Oeste por el río Aragón.
Nos apeamos del autobús a 1200 metros de altura, y a 100 escasos del monasterio viejo de San Juan de la Peña: 67 Amigos del Románico, acompañados por el Coordinador Regional de Aragón, Luis Lansac, dedicado alma mater de la jornada, y la profesora Ana Isabel Lapeña Paúl, especialista y referente de primer orden para conocer y entender los edificios que visitaríamos; en realidad, la mejor compañía a la que puede aspirar cualquier persona que desee aproximarse a su historia y apreciar su enorme valor artístico.
De hecho, los trabajos de divulgación publicados por la profesora Lapeña resultan insustituibles, por su mezcla de amenidad y rigor académico, para adentrarse en el conocimiento del monasterio y su entorno; en particular su breve, pero completa, “Guía Histórico-Artística de San Juan de La Peña”, así como el opúsculo titulado “Santa Cruz de la Serós (Arte, formas de vida e historia de un pueblo del alto Aragón)” son plenamente recomendables.
El origen de San Juan de la Peña se pierde en leyendas que parecen recordar, de un modo muy distorsionado, circunstancias y acontecimientos de los siglos VIII o XI sobre los cuales carecemos de documentación fehaciente. La mayoría de las construcciones que se conservan actualmente en el monasterio viejo datan de los siglos X, XI y XII. Pero hubo mucho más… la profesora Lapeña nos aclara que lo conservado es tan sólo un tercio de lo que alguna vez se construyó, y los restos se adivinan en el entorno del monasterio, devorados por la vegetación salvaje que reclama sus fueros.
Se nos escapan las razones por las cuales una comunidad religiosa decidió instalarse en un lugar tan apartado e inhóspito, en épocas tan tempranas. Probablemente la cueva que sirvió de núcleo fundacional al cenobio acogiera, desde tiempos inmemoriales, prácticas religiosas paganas cuya neutralización y cristianización justificara tal esfuerzo. Esfuerzo desmedido, sin duda, teniendo en cuenta el rigor del clima y lo incómodo del emplazamiento: no tanto por lo aislado y apartado, que también, como por la falta de iluminación, el frío y la humedad permanente, que haría estragos en la salud de los monjes y de su monasterio.
En todo caso, y hasta tanto la arqueología aporte algo de la información que nos falta, podemos recrearnos con las simpáticas leyendas del protoeremita Juan de Atarés, o de los santos (y hermanos) Voto y Félix, descubridores de su sepulcro y míticos fundadores del monasterio… También atrevernos a especular, con más fundamento, sobre lo que pudo implicar para los pobladores de este valle y del plausible eremitorio, o las incursiones de Almanzor, quien asoló la región en el 999.
A partir de este momento, y con las reservas del caso, la Historia comienza a sustituir a la Leyenda. En efecto, cuando las razias del temible caudillo musulmán golpearon estas tierras, sabemos que una comunidad ocupaba ya la parte más antigua que hoy se conserva del monasterio, datada en el Siglo X; es muy probable que los ataques musulmanes provocaran la dispersión de dicha comunidad, tal como ocurrió en otros sitios mejor documentados. Debemos esperar hasta el año 1025 (con Almanzor muerto y el califato en plena descomposición) para constatar la refundación de San Juan de la Peña, sobre el núcleo preexistente, por parte de Sancho Garcés III “el Mayor” de Pamplona, en el marco de la reorganización eclesiástica de sus extensos dominios. A partir de este momento, y hasta la desamortización del año 1835, la historia plurisecular del monasterio acompañó los avatares del antiguo Condado y luego Reino de Aragón, particularmente durante los siglos XI, XII y XIII, que abarcan su período de mayor poder y esplendor. La vinculación de San Juan de la Peña con la corona aragonesa, designado panteón real por los monarcas del siglo XI, explica buena parte de su prestigio. La visita comienza por la planta baja del complejo, correspondiente al nivel de ocupación más antiguo que se conserva del cenobio: la iglesia prerrománica y la llamada “sala del concilio”, en alusión a un supuesto concilio celebrado aquí por Ramiro I, pero que en realidad nunca ocurrió.
Se ha sugerido que la estancia albergó, en realidad, el dormitorio monacal del primer cenobio. Los investigadores datan su construcción el siglo X, con una remodelación en el XI. Pero su historia fue, seguramente, bastante más extensa y compleja de lo que imaginamos: en el rincón más alejado, junto a la propia roca que cierra la cueva matriz de San Juan de la Peña, la “espelunca”, quedan restos de un antiquísimo osario. El núcleo de este sector primigenio lo constituye la iglesia baja, a la que se accede a través de un arco desde la “sala del concilio”. Data, probablemente, de principios del Siglo X y consta de dos naves con sendos testeros planos. La duplicidad de altares ha sugerido la posibilidad de que se tratara, en origen de un monasterio dúplice, hipótesis que no ha gozado de crédito entre la mayoría de los investigadores. Los ábsides fueron tallados en la roca viva de la gruta, la cual exuda agua eternamente en las penumbras y confiere al sanctasanctórum un ambiente de misterio telúrico e iniciático, que lo mismo cuadra a un santo cristiano que a una deidad del inframundo pagano… impresión a duras penas mitigada por los restos de pinturas conservadas del siglo XII, en los que reconocemos a los santos árabes Cosme y Damián (gemelos y médicos) sometidos a suplicio, una crucifixión, dos ángeles, y un bello rostro anónimo. Son pinturas narrativas, de ascendencia marcadamente bizantina y con símiles en el priorato borgoñés de Berze-la-Ville, dependiente de Cluny.
En el intradós de los arcos se conservan orlas pintadas con motivos vegetales y ajedrezados. La topología de la cueva condicionó las dimensiones y orientación de la pequeña iglesia mozárabe, que se aparta forzosamente de la tradicional y canónica E-W. Para completar el cuadro, basta imaginar este ámbito subterráneo y siempre húmedo, apenas mitigadas sus tinieblas con la luz danzante de alguna antorcha cuando, dos veces al día, bajaban los monjes hasta aquí para rezar, incluso cuando el núcleo del monasterio ya se había desplazado a un nivel superior, como veremos en seguida. Nuevamente, la intención de sacralizar un entorno precristiano y desterrar antiguas prácticas paganas (vinculadas, tal vez, con deidades y ritos sanadores), surge como explicación plausible ante tanta singularidad. Durante el siglo XI la minúscula iglesia baja fue ampliada hacia sus pies, prolongando los dos ábsides en sendas naves separadas por arcos, cubiertas con bóvedas de cañón sustentadas en pilares cruciformes y reforzadas con arcos fajones, todo ello de aspecto muy robusto. Esta ampliación obedeció a la necesidad de construir un basamento firme para soportar la nueva iglesia superior, románica. El antiguo templo prerrománico quedó así incluso más oscuro y encerrado que antes, oficiando estructuralmente de “cripta” arquitectónica para la nueva iglesia alta. En el suelo del recinto ampliado, frente a las escaleras que conducen a los antiguos altares, se observan varias tumbas que corresponden a otros tantos abades de los siglos XVII a XIX.
El siglo XI es el de mayor esplendor y pujanza económica del monasterio. Entre los sucesos más significativos, desde el punto de vista histórico y religioso, que encuadran esa centuria en San Juan de la Peña, se destaca la introducción de la Regla de San Benito, el 21 de abril de 1028; más importante aún, porque trasciende con mucho el ámbito del propio cenobio, es la sustitución del rito hispano-visigótico o mozárabe, por el romano, el 22 de marzo de 1071. San Juan de la Peña fue el primer lugar de la península ibérica donde se produjo esta transformación, y ello no es casual: la política de renovación y unificación de todo el orbe cristiano, dirigida desde Roma por el papa Alejandro II, estaba en perfecta sintonía con los intereses políticos y expansionistas del joven reino de Aragón: en una jugada política muy hábil, el segundo monarca aragonés, Sancho Ramírez, se declara vasallo de Roma en 1068 (y junto a él, a todo su reino), con lo cual se beneficia de la protección y prestigio implícitos en ese vínculo con la santa sede. En el plano monacal, el amplio movimiento reformista de la Iglesia venía encabezado por la abadía de Cluny, donde el papa encontraba el apoyo y ejemplo necesarios para combatir la relajación que venía experimentándose en cuanto a cumplimiento de los votos de castidad, obediencia y pobreza, así como la acumulación de riquezas ingentes por parte de las casas benedictinas. En el plano cultural, junto con la reforma y bajo el influjo cluniacense, ingresan en España a través de Aragón la arquitectura románica, el canto litúrgico y la observancia estricta del silencio en el ámbito monástico. El siglo XI culmina, brillantemente, con la construcción de la iglesia alta, consagrada el 4 de diciembre de 1094 en presencia de Pedro I (tercer rey de Aragón, desde ese mismo año), el último de los monarcas plenamente benefactores de San Juan de la Peña.
El triple ábside románico del templo, con sus bóvedas recubriendo la pared rocosa de la gruta, que se prolonga en saliente cobijando también la nave única, configuran una escenografía impresionante. La desnudez absoluta de las paredes y la ausencia total de ajuar, con la única excepción de una réplica del legendario cáliz de San Juan de la Peña, depositado sobre el altar mayor y enmarcadopor la arquería ciega que recorre los ábsides, logra un golpe de efecto magistral. Durante el Siglo XII la prosperidad de San Juan de la Peña seguirá siendo indiscutible, aunque a mediados de esa centuria comenzarán a manifestarse los primeros síntomas de un lento declive. El advenimiento de una nueva dinastía real, a través de la casa condal de Barcelona (mucho menos ligada con el monasterio: de hecho, sus monarcas ya no lo elegirán como lugar de enterramiento), la introducción de la nueva orden cisterciense en Aragón, la pléyade de conflictos que mantuvo el cenobio con otros monasterios y con el obispado de Jaca, aunado al desplazamiento del poder político y militar hacia el valle del Ebro (siguiendo el avance de las conquistas cristianas, cada vez más alejadas de la Jacetania), son algunos de los factores que explican el inicio de este declive. Coincidieron, además, en el tiempo, con la pésima gestión del abad Juan, cuyos gastos descontrolados y política de concesiones motivó, finalmente, su deposición por parte de Ramón Berenguer IV y Adriano IV en 1157, no sin antes haber llevado al cenobio a una situación bastante delicada desde el punto de vista económico.
En tal contexto, se puede considerar que uno de los últimos hitos artísticos de San Juan de la Peña fue la construcción de su extraordinario claustro, sin duda una de las cotas máximas del arte románico europeo. Se accede al claustro desde la iglesia alta, a través de una antigua portada mozárabe, probablemente trasladada a este lugar desde la iglesia baja. Cobijado por el imponente saliente rocoso, que le confiere una atmósfera sencillamente mágica, el claustro despliega varios ciclos temáticos esculpidos en sus capiteles: Génesis, San Juan Bautista, Infancia y Vida Pública de Cristo. Ejecutado, probablemente, en el entorno del año 1200, destaca por su calidad y singularidad el trabajo del llamado “Maestro de San Juan de la Peña”, o “Maestro de Agüero”, identificación bajo la cual tal vez se incluya a un colectivo de artistas con obras no sólo en estas localidades, sino también en las Cinco Villas, en Sangüesa y en Huesca. Son sus señas de identidad los expresivos rostros de abultadísimos ojos (“ojos de insecto”, a veces llamados) y los pliegues de las ropas, realizados a base de incisiones concéntricas, muy marcadas, con dentellones. El recorrido por el claustro, atendiendo las detalladísimas y amenas explicaciones de la profesora Lapeña al pie de cada columna, constituyeron sin duda uno de los puntos sobresalientes en una jornada ya de por sí estupenda. Volviendo sobre nuestros pasos, al otro lado de la iglesia alta encontramos el emplazamiento original de los enterramientos reales, junto a la pared rocosa del monte, y por delante de ellos el panteón real de época neoclásica al que fueron trasladados dichos enterramientos durante el reinado de Carlos III; se accede a él directamente desde la iglesia, a través de una puerta ubicada en el lado del evangelio, pues en este espacio se localizaba hasta ese momento la sacristía románica.
El patio limitado por el muro exterior del panteón real se conoce como Panteón de Nobles, y sobre dicho muro se encuentran, precisamente, los antiguos nichos de enterramiento dispuestos en dos hileras y separados por impostas. Destacan en él las trece lápidas románicas que aún se conservan, decoradas con el clásico ajedrezado (que abunda asimismo en otros ámbitos del cenobio, particularmente en el claustro), florones, cruces y crismones de diseño variado, una representación de la ascensión del alma envuelta en una mandorla (que remite de inmediato al conocido sarcófago de la condesa doña Sancha), y el escudo heráldico de los Abarca de la Garcipollera. Motivos fantásticos zoomorfos y antropomorfos completan la decoración de este interesantísimo panteón.
Un recorrido por los recintos donde se localizaban la masadería y el horno del monasterio, así como por las antiguas habitaciones abaciales, hoy convertidas en un interesante museo, completaron la visita al viejo cenobio bajo de San Juan de la Peña. Ya nos esperaba, en el exterior, la lanzadera que nos conduciría (en dos tandas sucesivas), monte arriba, hacia el monasterio nuevo. El nuevo punto elegido fue el Llano de San Indalecio, así conocido por la ermita donde se custodiaban, desde el año 1084, las reliquias del mentado santo, uno de los míticos “siete varones apostólicos”, discípulo del mismísimo Santiago según la tradición y, por ende, excelente baza que los monjes habían pergeñado para motivar el desvío y la visita a su monasterio de los peregrinos que transitaban por el cercano Camino) La construcción del nuevo monasterio alto se prolongó durante casi 40 años, finalizándose en 1714. Su historia material resultó, sin embargo, mucho más breve que la de su precedente: fue asaltado, saqueado e incendiado en agosto de 1809, en el marco de las invasiones napoleónicas. El posterior abandono y la desamortización pusieron la puntilla final a su ruina. Sólo se conservó la iglesia, de tres naves y seis capillas; sin embargo, lo más interesante del templo se encuentra en su exterior: la triple portada barroca, enmarcada con sendas torres laterales y coronada de frontón triangular. En realidad, el principal motivo de nuestra visita al monasterio alto fue conocer la exposición titulada “Viajeros y fotógrafos en San Juan de la Peña 1840-1980’, una extraordinaria colección de cien fotografías que documentan gráficamente las diversas restauraciones emprendidas en ambos monasterios y los criterios, casi siempre discutibles, que orientaron tales trabajos. La muestra nos acerca, además, a muchas de las personalidades que lo visitaron a lo largo de los siglos XIX y XX, mostrándonos lo que ellas encontraron y vieron en los mismos lugares que hoy visitamos.
La comparación entre el pasado (a veces muy reciente) y el presente depara sorpresas, al comprobar que algunos de los rasgos o elementos que confieren a San Juan de la Peña su aspecto más arcaico, inmutable, o entrañablemente medieval, mostraban en realidad un aspecto completamente diferente algunas décadas atrás.
Finalizada la primera parte de nuestra jornada, descendimos en el autobús hacia la cercana localidad de Santa Cruz de la Serós, donde nos aguardaba un excelente almuerzo en el restaurante de su Hostal, y más románico por conocer. La pequeña localidad de Santa Cruz de la Serós (conocida simplemente como Santa Cruz, hasta principios del Siglo XX) ha gravitado, al menos durante los últimos mil años, en torno a los dos notables monasterios que encontramos en sus inmediaciones: el ya reseñado de San Juan de la Peña, y el que fuera cenobio femenino hasta mediados del Siglo XVI, cuya monumental iglesia de Santa María sigue presidiendo el entramado urbano de pueblo.
Tal como destaca la profesora Lapeña en su ya citada obra sobre Santa Cruz, “El hecho histórico más importante de esta población es, sin lugar a dudas, la fundación del monasterio femenino que durante siglos estuvo allí instalado. La historia de la localidad de santa Cruz de la Serós no puede concebirse sin este hecho que marcó la vida de sus habitantes durante toda la edad media” Al igual que nos ocurrió con San Juan de la Peña, los orígenes históricos de este edificio tan singular se nos pierden en el marasmo de la transición entre los siglos X y XI… marasmo que tiene nombre y apelativo: Almanzor, “el Victorioso” En efecto, la historiografía tradicional retrotrae hasta los años inmediatamente anteriores a la razia del 999 su fundación: 992 es la fecha del documento más citado (con alguna sospecha de falsificación) que, sin nombrar explícitamente a Santa María, parece referirla por la importancia de la donación destinada a su fundación; los promotores son Sancho Garcés II y su esposa Urraca Fernández. Algunos autores decimonónicos manejaron fechas aún más tempranas: 984 y 987. Sin embargo, la profesora Lapeña argumenta (convincentemente, a juicio de quien esto glosa) que la fundación del cenobio debe retrasarse hasta el reinado de Ramiro I (hijo de Sancho Garcés III “el Mayor” de Pamplona, y considerado el primer monarca de Aragón), cuyas mandas testamentarias le permiten concluir que en 1059 el monasterio ya estaba fundado y plenamente activo. Al igual que ocurre con San Juan de la Peña (1025), esta “fundación” no excluye, ni mucho menos, la posibilidad de que se tratara en realidad de una “refundación”, partiendo de un núcleo pre-existente desde el Siglo X o incluso antes, aunque probablemente discontinuado en torno al “apocalíptico” año 1000. La promoción de un cenobio de monjas o “sorores” benedictinas (genitivo homólogo al masculino “frates”, del latín “soror” por “hermana”, y del que proviene “serós”) por parte de Ramiro I es perfectamente coherente con su apoyo al establecimiento de los cluniacenses en Aragón (continuando la política de su padre Sancho Ramírez)
De hecho, la historia del monasterio de las “Hermanas de Santa María”, “Santa María de Santa Cruz”, “Santa Cruz de las Sorores”, “Santa Cruz de Serós” o “Santa Cruz de las Monjas” (que de todos esos modos se lo llamo a lo largo de los siglos) estará fuertemente ligada al destino de las hijas de Ramiro I: Teresa (posiblemente la mayor de sus hijas, que probablemente terminó sus días, ya viuda, en Santa Cruz); Urraca (quizá la menor, y de quien poco se sabe; es probable que ingresara al monasterio en su niñez y permaneciera en él hasta su muerte); y Sancha, la más conocida de las hijas de Ramiro y, sin duda, una de las personalidades más singulares y relevantes de la historia medieval de Aragón.
La condesa doña Sancha, nacida hacia 1045 (o poco después) enviudó, sin hijos, en 1065 de Ermengol III de Urgel; ya no volvería a casarse. En lugar de eso, pasó a ocupar un rol importantísimo durante el reinado de su hermano Sancho Ramírez, quien se sirvió de su sagaz consejo e incondicional apoyo, tanto en lo que refiere a la administración del reino como en el enfrentamiento con su hermano García, a quien Sancha llegó a desplazar del obispado de Pamplona, nada menos, a partir de 1082. Más aún, la condesa dirigía simultáneamente (a falta de abad) el monasterio masculino de San Pedro de Siresa… un caso singular el de doña Sancha, sin dudas, que obviaba evidentemente las leyes canónicas.
Con respecto a Santa Cruz de la Serós doña Sancha ejerció seguramente como señora del cenobio, alternando largas estancias en el mismo con salidas y ausencias demandadas por su intensa actividad al servicio de su hermano. Seguramente es quien dirige la actividad del monasterio, sin ser por ello abadesa ni limosnera, cuyas firmas aparecen junto con la de la condesa en multitud de documentos relacionados con compras, ventas y donaciones de las que era beneficiaria Santa Cruz. Doña Sancha falleció en 1097, localizándose su sepulcro en una capilla del claustro de Santa Cruz de la Serós, tal como ella había dispuesto. Su sarcófago, datado a principios del siglo XII, y que constituye una de las obras cumbre del arte funerario románico, permaneció allí hasta 1622; en ese entonces se encontraba depositado en el lado del evangelio de la iglesia. Hoy en día se encuentra en Jaca.
El devenir histórico de Santa Cruz de la Serós guarda paralelismo con la del cercano monasterio de San Juan de la Peña, en lo que hace a su promoción real y a su período de esplendor durante los siglos XI y XII, mientras contó con el pleno apoyo de la dinastía ramirense, asentada en la vecina Jaca. Conforme la frontera del reino se alejó hacia el Ebro, junto con la capitalidad del reino y el advenimiento de otro linaje al trono de Aragón, el prestigio y la vitalidad de Santa María irían, seguramente, declinando y quedando confinados a su limitado ámbito provincial, a lo largo de los siguientes dos o tres siglos. El 1 de julio de 1555; la comunidad de monjas se trasladó definitivamente a Jaca, al convento benedictino o “de las Benitas” (como se lo conoce popularmente), donde aún hoy se encuentran.
Tras la partida de las monjas el monasterio fue saqueado, y gran parte de sus materiales (sillares, columnas, ventanas, etc.) reutilizados en las construcciones del pueblo; hacia 1610, un viajero portugués da cuenta del estado de abandono y deterioro, el cual seguramente se agravó en los años siguientes. Sólo se conservó la iglesia, nada de las restantes dependencias del monasterio. Afortunadamente, en 1622 la abadesa Jerónima de Abarca dispuso el traslado del sarcófago de la condesa doña Sancha, junto con los restos de las otras dos infantas depositados en él, a la iglesia jaquesa de las Benitas, donde se conservan hasta el día de hoy. Al acercarnos e ingresar a la localidad de Santa Cruz de la Serós por el pequeño puente que salta el barranco de la Carbonera, destaca inmediatamente la mole de la antigua iglesia abacial. Incluso teniendo en cuenta el contraste con lo minúsculo del núcleo urbano que la rodea, el edificio tiene proporciones monumentales, y la contundencia de sus volúmenes centra inmediatamente toda nuestra atención.
La elevada torre campanario se alza muy elegante y airosa, con sus ventanas geminadas distribuidas en tres de sus cuatro cuerpos, que tienen altura decreciente y dimensiones acompasadamente menguantes; el último, de base octogonal, rematado en tejado a ocho aguas. A su lado, sobre el crucero de la iglesia, observamos lo que a todas luces se nos presenta como un cimborrio, aunque eso sí, con vanos singularmente pequeños como para iluminar mínimamente al interior del templo… nos engañamos, tal como veremos al ingresar. Antes de eso, nos entretenemos en la portada principal, románica y rotunda, ubicada a los pies de la nave.
Nuestra mirada se dirige, de inmediato, hacia el crismón de su tímpano, con una iconografía que remite directamente al de San Pedro de Jaca, incluyendo una leyenda en letra carolina, del Siglo XII, que traducida del latín reza: “Soy la puerta eterna, pasad por mí, fieles. Yo soy la fuente de la vida, deseadme más que a los vinos. Quienquiera que entres en este feliz templo de la Virgen, corrígete primero para que puedas invocar a Cristo” Si bien el tímpano, con sus símbolos, sus leones custodios y toda la composición es clásicamente jaqués, su geometría resulta extraña; la parte inferior (la que contiene a las figuras labradas) es de forma ondulada, y se completa por arriba el necesario semicírculo por medio de una clave central, estrecha, y un relleno complementario para los huecos que restaban… algo que sugiere la necesidad de acoplar al vano una pieza prefabricada en otro lugar, o bien, una ejecución a pie de obra bastante torpe en lo que refiere a su compatibilidad con el espacio en que debía acomodarse. La portada se enmarca con dos arquivoltas semicirculares, apeadas sobre columnas cuyos capiteles se adornan con motivos vegetales, algunas bolas, una cabecita humana, un par de animales y en uno de ellos, el posible motivo de Daniel en el foso de los leones.
En el arco exterior, que envuelve la semicircunferencia de la portada, encontramos el clásico taqueado. Cruzamos el umbral y nos adentramos en una iglesia de una sola nave, completamente diáfana y despejada, de tres tramos con presbiterio recto, ábside semicircular cubierto con bóveda de horno… y comienzan las sorpresas. Aparte de las cubriciones, las capillas de Santa Cruz de la Serós guardan otros detalles singulares: unos nichos semicirculares (rectangulares por el exterior) hacia oriente, casi absidiolos, rarísimos en el ámbito aragonés; ornamentación con ajedrezado, alguna pintura mural muy tardía y sendos retablos. Antes de abandonar esta interesantísima iglesia de Santa Cruz de la Serós, decidimos recorrer nuevamente su perímetro exterior; y es que, familiarizados con el interior del edificio, comprendemos ahora mucho mejor su envolvente.
Aprovechamos aquí para apreciar desde el exterior las tres hermosas ventanas románicas de la cabecera, con doble derrame, armónicamente separadas por columnas adosadas sobre las que apoya el sobrevuelo del tejado. Los canecillos de toda la cabecera, al igual que los capiteles de las ventanas y columnas, presentan una decoración variadísima, con motivos vegetales, zoomórficos (un lagarto, una serpiente, incluso un pez, entre otros), rollos, cabezas y rostros humanos, un posible flautista… Hay más canecillos en el contorno de las capillas y de la nave; algunos de ellos conservan evidentes restos de policromía, lo cual resulta bastante singular. Además, la cornisa que sustenta el alero de doble vertiente se decora con ajedrezado.
Tras dedicar una última mirada a Santa María de la Serós, encaminamos nuestros pasos hacia el extremo opuesto del pueblo, buscando el otro tesoro románico que guarda Santa Cruz.
La pequeña iglesia de San Caprasio es un ejemplo magnífico de románico lombardo; de hecho, uno de los mejores conservados en Aragón y definitivamente el más occidental del territorio. Fue restaurada, con gran acierto, en la década de los años 60 del siglo pasado, permitiendo apreciar una obra de excelente calidad ejecutada por aquellos maestros originarios de la Lombardía que penetraron desde el sur de Francia, a través de los Pirineos orientales, dejando numerosas muestras de su estilo en el Cataluña y en Ribagorza. La construcción de San Caprasio es muy temprana, probablemente entre los años 1020 y 1030, contemporánea con las primeras obras encomendadas, precisamente a maestros lombardos, por Sancho Garcés III el Mayor de Pamplona en el castillo de Loarre, y con la refundación de San Juan de la Peña en 1025 por este mismo monarca.
La advocación a San Caprasio procede de Francia, donde se recoge la tradición de su martirio a principios del siglo IV, junto con su compañera Santa Fe; seguramente fue introducida hacia fines del siglo XI por los peregrinos que se dirigían a Santiago, tras desviarse por Santa Cruz de la Serós para visitar el cercano monasterio de San Juan de la Peña. Sin embargo, es interesante apuntar que antes del año 1080 algunos documentos mencionan la existencia de una iglesia dedicada a San Cipriano, también en las inmediaciones de Santa Cruz, pero que luego desaparece de los registros. Es posible que se trate realmente del mismo templo, dedicado originalmente al legendario personaje norafricano, mezcla algo inquietante de santo y nigromante, vinculado con las tradiciones mozárabes previas a la llegada de los benedictinos de Cluny. De hecho, en 1089, algunos años después de que en San Juan de la Peña se abandonara el rito mozárabe para adoptar el romano, San Caprasio pasó a pertenecer al monasterio.
La pequeña iglesia fue parroquial del pueblo durante los siglos en que estuvo activo el monasterio de Santa María; sus exiguas dimensiones (unos 70 m2 de superficie) dan cuenta de lo poco numerosa que sería la población del entorno. Cuando en el Siglo XVI las monjas abandonan el convento para trasladarse a Jaca, su monumental iglesia pasó a oficiar de parroquial y San Caprasio se convirtió seguramente en una ermita, como lo sigue siendo hoy. Durante el período en que ambos templos estuvieron activos, fueron frecuentes los pleitos por captar enterramientos de los feligreses, y sus consiguientes beneficios.
A medida que nos acercamos al edificio, ubicado convenientemente en un leve altozano, podemos apreciar su cuidada y armónica ejecución, donde ni siquiera desentona la torre campanario, a pesar de ser un añadido posterior. La absoluta desnudez escultórica se neutraliza con los típicos elementos decorativos lombardos: lesenas y arquillos ciegos, que confieren un ritmo mesurado y muy agradable a los muros del templo. Muros muy gruesos, de 1.2 m aproximadamente, con sillarejo rústico, generalmente aparejado a soga.
El interior de la ermita, apenas iluminado por las estrechas ventanas de doble derrame, se distribuye en una nave de dos tramos, un breve presbiterio de planta trapezoidal y un ábside semicircular, estos últimos cubiertos con bóveda de cañón y de horno respectivamente. La cubrición de los dos tramos de la nave, en cambio, se resolvió con sendas bóvedas de arista. , ejecutadas elegantemente con lajas que permiten su contrapeo muy prolijo en las juntas diagonales: no se requieren nervios para disimularlas. Dos nichos semicirculares en el cascarón absidial, a modo de exedras, son casi las únicas decoraciones que se permitieron los constructores lombardos en el interior de la nave; sin embargo, la altura decreciente de las diversas bóvedas hacia el ábside (lo cual no se advertía desde el exterior), articuladas con arcos fajones, rompe eficientemente la monotonía del recinto. Más aún, las pilastras de triple esquina desde las que nacen las bóvedas de arista, muy características del sistema lombardo, ponen un toque de elegancia y estética tan simple como eficaz. En definitiva, San Caprasio constituyó un broche de oro para la jornada románica que ya tocaba a su fin.
Mientras el cielo amenazaba con lluvia inminente, el nutrido grupo de Amigos del Románico se fue retirando hacia el autobús, al tiempo que observábamos los típicos remates “espantabruxas” utilizados en las chimeneas de estos pueblos del alto Aragón… y es que, en estas tierras de tradiciones ancestrales y creencias muy antiguas, no había lugar para superfluos papanoeles navideños: si algo intentaba deslizarse por la chimenea hacia el interior del hogar, seguramente era tan peligroso como maligno, y debía prevenirse su entrada a toda costa.
MARCOS TENCONI