Montserrat Fornells Angelats. Catedrática y Doctora en Historia del Arte.
A finales del siglo IV (395) el emperador Teodosio, quien en el año 380 había decretado que el cristianismo fuera la religión oficial del Imperio Romano, lo dividió en dos partes el Imperio Romano de Oriente con capital en Constantinopla (ciudad que sus habitantes llamaban Bizancio pues el griego era la lengua que se seguía utilizando en esa zona) y el Imperio Romano de Occidente con capital en Roma.
Tras la partición, el Imperio Romano de Oriente - denominado desde entonces Imperio Bizantino - siguió existiendo a lo largo de mil años (hasta 1453). En cambio el Imperio Romano de Occidente se desintegró un siglo después de la división, al caer Roma (476) y sus provincias en manos de diferentes pueblos bárbaros (Lombardos, Ostrogodos, Visigodos, Francos...) surgiendo así los diferentes reinos germánicos. La evolución y feudalización de estos reinos dio lugar a la Europa medieval. La denominada Alta Edad Media (siglos X al XIII) coincide con el periodo cronológico correspondiente al arte románico.
Las fronteras iniciales del Imperio Bizantino coincidían pues con las del Imperio Romano de Oriente, pero en el siglo VI el emperador bizantino Justiniano I (527-565) intentó recuperar los territorios del antiguo Imperio Romano de Occidente y sus ejércitos arrebataron a los Visigodos zonas del sur de Hispania, a los Ostrogodos buena parte de la península italiana (Exarcado de Rávena y sur de la península) y a los Vándalos territorios del norte de África (Exarcado de África), controlando también las estratégicas islas del Mediterráneo occidental.
Pero estas conquistas fueron efímeras y a partir del siglo VII el Imperio Bizantino fue sufriendo un paulatino pero constante retroceso territorial, a manos de los pueblos eslavos y de los musulmanes. Tras la muerte de Mahoma (571- 632) los árabes empiezan su expansión, el Califa Omar – que gobernó entre el 634 y el 644 - conquistó Persia, Siria, Palestina (ocupando los Santos Lugares) Egipto y Libia. Fue el inicio de un conflicto de siglos en que los bizantinos fueron la vanguardia de la Cristiandad frente al Islam, contando en ocasiones con la ayuda de los caballeros de los reinos cristianos de Occidente (Las Cruzadas). Todo acabó en 1453 con la toma de Constantinopla por los turcos, que convirtieron la iglesia de Santa Sofía en mezquita y llamaron a la ciudad Istambul.
Durante sus diez siglos de existencia, la fascinación por la corte imperial de Bizancio/Constantinopla con el “Basileus” (nombre griego del emperador) al frente, y la influencia de la cultura bizantina superó sus límites territoriales e irradió a toda Europa. Incluso los jefes germanos y los monarcas de la Europa medieval reconocieron siempre una cierta autoridad simbólica a los emperadores bizantinos como herederos del Imperio Romano, y mantuvieron contactos - tanto de colaboración como de rivalidad- en diferentes ámbitos.
En el comercial, la moneda bizantina: el sólido de oro (o besante) fue la moneda internacional y sus mercaderes - llamados genéricamente “griegos”- llevaban a occidente productos suntuarios orientales y objetos de lujo (sedas, especias, joyas, manuscritos...) que eran adquiridos por los grupos privilegiados de la sociedad europea: la nobleza feudal y el alto clero, es decir por el estamento dirigente. A su vez comerciantes “latinos” estaban instalados en las ciudades bizantinas generando un flujo constante de mercancías.
El Basileus enviaba y recibía embajadores de los reinos de la Europa occidental y no era infrecuente que se concertaran matrimonios con princesas bizantinas para reforzar la legitimidad de los monarcas de occidente al emparentar con los descendientes de los emperadores romanos. Como ejemplos podemos citar el proyecto frustrado de enlace entre Carlomagno y la emperatriz bizantina viuda Irene (801). El que Otón II (973-983), hijo del fundador del Imperio Germánico, se desposara con la princesa bizantina Teofanes. O que en el 988 la princesa Ana, hermana del emperador bizantino contrajera matrimonio con el príncipe de Kiev Vladimiro el Grande, previa conversión del novio al cristianismo, religión que abrazaría todo el pueblo ruso.
Las peregrinaciones a Tierra Santa primero (que no cesaron con la caída de Jerusalén en el siglo VII) y las Cruzadas para recuperar los Santos Lugares después (siglos XI al XIII) implicaron un contacto directo con el mundo Bizantino.
Muchos de esos peregrinos y cruzados que viajaban por las tierras del Imperio, regresaban con objetos (reliquias, manuscritos, iconos, tejidos, trabajos en marfil, orfebrería...) que difundían el arte bizantino por el occidente europeo.
La fama de los artesanos, orfebres, iluminadores y mosaístas bizantinos era tan grande que además de importar objetos de Bizancio, sus artistas fueran llamados a trabajar en Occidente, no sólo por los cristianos - como puede verse en los mosaicos de Rávena, Venecia, Aquisgrán (Capilla Palatina, s. IX), o las iglesias normandas de Sicilia (s. XII) - sino incluso por los musulmanes: mihrab de la mezquita de Córdoba (s. X). Los obispos y abades que podían permitírselo, como los de Montecassino o Cluny, traían a maestros bizantinos y en Italia había verdaderas colonias de los denominados artistas “griegos”. Además los manuscritos iluminados - tanto religiosos como de los diferentes saberes - importados desde Bizancio eran muy cotizados y se copiaban en los scriptorium de los monasterios medievales, sirviendo también de inspiración y fuente iconográfica.
Todo ello explica la profunda relación e influencia que el mundo bizantino ejerció sobre las imágenes del arte románico europeo, y la imposibilidad de profundizar en el segundo sin conocer el primero.
1.- PRIMERA EDAD DE ORO DEL ARTE BIZANTINO (siglos VI – IX)
Aunque el periodo del arte románico coincide en buena medida con la denominada Segunda Edad de Oro Bizantina (867-1204) es imprescindible hacer mención a los orígenes de la iconografía bizantinas en la época previa, la denominada Primera Edad de Oro.
Los grandes templos levantados en Constantinopla (como Santa Sofía) y otras capitales del Imperio Bizantino en los s. VI y VII recubrían sus interiores con mosaicos siguiendo la tradición de las basílicas paleocristianas, utilizaban los símbolos de los primeros tiempos del cristianismo e incorporaban otros nuevos. Sus paredes, bóvedas y cúpulas se revestían con motivos ornamentales e imágenes religiosas que aparecían sobre un fondo dorado. El oro representaba la gloria celestial y era por tanto el color adecuado para ubicar a Jesucristo como Cristo omnipotente: Pantocrator, a la Madre de Dios: Theotokos, a los santos y a los diferentes tipos de ángeles. Su función además de ornamental era esencialmente didáctica ya que constituían una catequesis visual para una población iletrada, pero también propagandística pues reflejaban el esplendor de la iglesia y de sus protectores: el poder político. Los mosaicos se realizaban a base de unir teselas: pequeñas piezas multicolores de vidrio, terracota vidriada, o piedras de colores. Era una técnica lenta y laboriosa que implicaba la existencia de talleres con artesanos muy especializados, y suponía un elevado coste económico. Su generalización era el reflejo de la prosperidad del Imperio Bizantino.
Lamentablemente los mosaicos y pinturas de esa etapa tuvieron un triste destino. La crisis iconoclasta del siglo VIII y comienzos del IX (726 al 834) acabó con la mayoría de ellas. Entre los años 726 y 729 el Basileus León III el Isaurico dio una serie de edictos contrarios al culto de las imágenes. La prohibición de esta costumbre parece haber estado inspirada por el deseo de conjurar el recuerdo del culto pagano a los ídolos (idolatría) y de reforzar la autoridad imperial frente al poder creciente de los monasterios. Aunque la aristocracia cortesana y un sector de teólogos apoyó la desaparición de las imágenes, la mayoría del clero y el propio patriarca de Constantinopla Germán (que fue destituido) se opusieron con firmeza a la iconoclastia y arrastraron a las masas populares generando enfrentamientos armados y una auténtica guerra civil entre iconoclastas e iconódulos que duró un siglo y tuvo funestas consecuencias. En Ia península italiana por ejemplo, provocó un levantamiento armado en el Exarcado de Rávena (727), que llevó a su separación del Imperio bizantino.
Estas destrucciones de imágenes son la razón que explica que en la mayor parte del Imperio Bizantino desaparecieran los mosaicos, pinturas murales e iconos de la primera Edad de Oro. Para conocer las imágenes de esa etapa (destruidos los grandes conjuntos decorativos de las iglesias de Constantinopla, como Santa Sofía) tenemos que acudir a los pocos lugares del Imperio a donde no llegó el furor iconoclasta y que conservan mosaicos o pinturas de este periodo, por lo general zonas periféricas o monasterios apartados, como el Sinaí, algunos enclaves del norte de África y los territorios bizantinos en Occidente.
El monasterio de Santa Catalina. Al pié del monte Sinaí donde Moisés recibió las tablas de la ley, se levanta uno de los más antiguos monasterios cristianos: su origen se remonta a una capilla construida en el siglo IV por voluntad de Santa Elena, madre de Constantino.
La iglesia de la Transfiguración es de tiempos de Justiniano (siglo VI) y se trata de una basílica con nartex (porche previo) tres naves y un ábside con mosaicos cuyo programa iconográfico destaca el paralelismo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, con la entrega de la antigua ley a Moisés en el Sinaí y la nueva ley dada por Cristo a sus apóstoles (transfiguración del monte Tabor). Sobre el fondo dorado de la bóveda de horno se representa a Cristo en pié tocado con el nimbo crucífero y dentro de una mandorla (que deriva de la imago clipeata habitual en los sarcófagos paleocristianos) bendiciendo con la mano derecha. A los lados están Elías, Moisés, y los apóstoles Pedro, Juan y Jacobo con sus nombres en griego. En las cenefas que enmarcan el ábside aparecen la cruz bizantina (de brazos iguales)y medallones con apóstoles, santos y el propio Basileus Justiniano. Se observa la tendencia a la esquematización y el simbolismo de una escena en la que se huye de lo natural o terrenal y se busca una imagen de la trascendencia.
Los iconos eran imágenes religiosas pintadas sobre tabla realizadas primero a la encáustica y luego con témpera. Tuvieron un extraordinario desarrollo en la Primera Edad de Oro bizantina y fueron muy venerados, de ahí la rebelión popular frente a la prohibición de las imágenes. Parece que su origen estuvo en Egipto (donde surgió el monacato) y los monjes fueron sus grandes impulsores. En este monasterio se conservan algunos de los más antiguos de la cristiandad, entre los que destacan la imagen de un Cristo Pantocrator del tipo barbado oriental (en occidente aún se le representaba imberbe) bendiciendo con la mano derecha y sujetando un libro en la izquierda, y el de la Virgen entronizada (Kyriotissa) con el niño sentado en la falda, flanqueada por dos ángeles y dos santos soldados: Jorge y Teodoro, vestidos al modo de la aristocracia bizantina, que evocan la solemnidad y el hieratismo de la corte. Aquí tenemos pues dos claros ejemplos de la iconografía más habitual en las futuras imágenes románicas.
El monasterio de San Apolo en Bawuit. Es otro monasterio fundado en el siglo IV (385 - 390) en Egipto, que alcanzó su máximo esplendor en los siglos VI y VII llegando a tener cerca de quinientos monjes. Tras la invasión musulmana fue abandonado y cubierto por la arena, pero las excavaciones de arqueólogos franceses a comienzos del siglo XX sacaron a la luz numerosas pinturas de la Primera Edad de Oro en la iglesia del monasterio, hoy repartidas entre el Louvre y el museo Copto de El Cairo. Son frescos realizados con témpera donde se constata que ante la falta de talleres de mosaístas y de recursos económicos para utilizar una decoración tan costosa, se recurre a un método mucho más rápido y barato: la pintura mural pero manteniendo la iconografía y el lenguaje formal de los mosaicos.
La bóveda de horno del ábside se divide en dos zonas, en la superior se representa a Cristo Pantocrator sentado en el trono dentro de una mandorla, rodeado por dos arcángeles (Miguel y Gabriel) y cuatro tronos en cuyas alas aparecen los símbolos de los evangelistas: el Tetramorfos. Debajo la Kyriotissa flanqueada por los doce apóstoles y dos santos. Las pinturas presentan los rasgos de solemnidad, frontalidad, isocefalia, esquematismo, estilización y ausencia de perspectiva común a los mosaicos, y el grueso trazo de pintura negra que enmarca las siluetas recuerda la línea de teselas que marcaba los contornos y detalles de las figuras.
De Bawuit procede también el famoso icono de Cristo y el abad Menas conservado en el Louvre, donde ambas figuras de cuerpo entero, aparecen en paralelo y en el que podemos apreciar que las cabezas - de grandes ojos abiertos - se han destacado en mayor tamaño reforzando así el elemento más significativo del personaje. El carácter simbólico se impone sobre la proporción real, marcando un afán expresivo que será también muy habitual en el románico.
El monasterio de San Geremías en Sakkara, Egipto, que pertenece al mismo periodo, ha conservado algunas pinturas de las que decoraban los pequeños nichos-oratorios de las celdas de los monjes. En uno de ellos encontramos la imagen de la Virgen María amamantando al niño (Galaktotrofusa) que tanta difusión alcanzará y que se vincula al tema faraónico de Isis dando el pecho a Horus.
Cualquiera de estas pinturas bizantinas de Egipto podría ser fácilmente confundida con los frescos que adornan las iglesias románicas quinientos años posteriores, dado su extraordinaria similitud.
La iglesia de San Vital en Rávena . En la Península italiana, Ravena, la capital del Exarcado bizantino, conserva espléndidos mosaicos del periodo de Justiniano que nos permiten imaginar como debieron ser los eliminados de Santa Sofía y otras iglesias de Constantinopla. La iglesia de San Vital (525-548) la inició el obispo de Rávena Ecclesius tras un viaje a Bizancio. Tiene una planta centrada inspirada en la de los Santos Sergio y Baco de Constantinopla: de forma octogonal con cúpula central, se apoya en ocho pilares y doble piso de arquerías curvas dispuestas como los pétalos de una flor.
Lo más notable del templo son los mosaicos conservados en el ábside, aquí conviven el Cristo barbado (según el modelo bizantino) que aparece en el medallón central del arco de triunfo y el Cristo imberbe occidental en el centro del ábside, flanqueado por san Vital y el obispo Ecclesius que le hace entrega de la maqueta de la iglesia.
En las paredes laterales se representan sacrificios ofrecidos a Dios por Abel y por Melchizedek, junto a profetas y evangelistas. A los lados del altar sendos mosaicos representan a los emperadores bizantinos Justiniano y Teodora vestidos de púrpura y joyas que ofrecen a la iglesia la patena para el pan y el cáliz para el vino de la Eucaristía. Los Reyes magos en el borde del manto de Teodora son un elemento simbólico que les identifica con los monarcas de Oriente que llevaron presentes al niño Dios.
La capilla palatina de Aquisgrán. El templo de san Vital sirvió de modelo a Carlomagno para levantar en Aquisgrán (actual Aachen, Alemania) la capilla de su palacio, obra cumbre del denominado Renacimiento carolingio. El rey franco fue coronado “imperator romanorum” por el papa León III en la Navidad del año 800, título que suponía un gesto de desafío al Basileus y reflejaba el enfrentamiento entre Roma y Bizancio provocado por la crisis iconoclasta. Pero cuando construyó su templo palatino (el franco Eudes de Metz fue el arquitecto) lo hizo siguiendo los modelos de bizantinos tanto en la planta como en la decoración de mosaicos y con artesanos procedentes de la península italiana y Bizancio, si bien los mosaicos actuales son fruto en su mayor parte de una restauración del XIX. También los manuscritos iluminados en la escuela Palatina muestran claramente la influencia italo-bizantina, como es el caso del Evangeliario de Godescalco, fechado entre el 781 y el 783.
En Bizancio el final de la crisis iconoclasta que había ensangrentado el Imperio durante un siglo, llegó cuando el Concilio de Constantinopla (convocado por la emperatriz Teodora, viuda del Basileus Teofilo) decretó en el 834 la vuelta del culto a las imágenes, pero perfectamente reglamentadas. En el futuro, las autoridades religiosas (patriarca, obispos y teólogos) decidirían sobre lo que era lícito representar y los artistas se limitarían a realizar las imágenes según unos modelos muy precisos. Aquello tuvo una enorme trascendencia para el arte bizantino: se fijaron con toda claridad los motivos iconográficos y los artistas pasaron a utilizar unos manuales, los “ancívola”, que eran tratados sitemáticos con valor casi canónico.
Así quedó determinada la iconografía bizantina y la denominación (en griego, claro está) de las imágenes religiosas en los mosaicos, pinturas murales, iconos o manuscritos, que es la misma que veremos en el arte románico: El Pantocrator o Cristo Omnipotente que bendice con la mano derecha y en la izquierda sostiene el Evangelio. Si está abierto es el Evangelio según San Juan 8, 12-20: En aquel tiempo dijo Jesús a los judíos: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida». Si está cerrado con sellos corresponde al Apocalipsis de San Juan, es el Cristo Juez, de rostro severo que vendrá a juzgar a la humanidad al fin del mundo.
A los lados de la cabeza de Jesús, enmarcada por el nimbo crucífero, aparecen las letras mayúsculas griegas IC y XC (primera y última de las palabras Iesus Xristos) y suele estar acompañado por ángeles o querubines y rodeado del Tetramorfos, las imágenes simbólicas de los cuatro evangelistas, siempre con alas para indicar la transcendencia. El emblema de Marcos es el león alado, el de Lucas el toro alado, el de Mateo el hombre alado y el de Juan el águila.
Otro motivo habitual es la imagen de Cristo flanqueado por la Virgen María y San Juan Bautista, disposición que recibe el nombre de Deesis. Vinculado a la idea de la salvación aparece el tema de la Anastasis cuando Cristo resucitado desciende al limbo para rescatar a la humanidad - simbolizada por Adán y Eva - y pisotea al demonio.
Hay así mismo un gran desarrollo normativo de la iconografía mariana, La Theotokos: Madre de Dios, aparece en diferentes formas muy definidas: la Kyriotissa sentada en el trono con Jesús en sus rodillas, que luego será la imagen más utilizada para las Vírgenes románicas; la Odigitria que señala con su mano a Jesús como el camino de salvación;
la Galaktotrofusa: que amamanta a Jesús; la Glicofilusa o Eleusa: Virgen de la ternura o Virgen piadosa, que mantiene un contacto cariñoso con Jesús uniéndose las mejillas de ambos; o la Blachernitissa: Virgen encinta que se representa con un círculo sobre su seno dentro del cual aparece Jesús (conocida popularmente en España como “María de la O”). Todas ellas son muy frecuentes en los iconos bizantinos y constituyen objetos litúrgicos muy venerados por los fieles.
En cuanto a la ubicación de los temas en el templo - sea en el mosaico o en la pintura mural - Jesucristo y la Madre de Dios aparecen casi siempre en la bóveda del ábside y en la cúpula central, en las naves se sitúan escenas del Antiguo y el Nuevo Testamento, y en la contrafachada el Juicio Final con los justos que alcanzan la gloria y los pecadores sometidos a los tormentos del infierno. Todos estos asuntos iconográficos, como veremos a continuación, pasarán al occidente europeo y determinarán las representaciones románicas.
Fin de la Primera parte del Artículo.
Ir a Segunda Parte del Artículo.
Por Montserrat Fornells Angelats. Catedrática y Doctora en Historia del Arte.