Crónica de Julián Castells, AdR  

     El hotel no tiene un gran cartel que nos haga saber que está ahí; el hotel, Plaza Acueducto se llama, está al ladito de otro cuyo nombre es Acueducto; al hotel se llega por una calle cuya entrada luce una placa de dirección prohibida. Pues eso, incidencias mil en la llegada. Pero todos llegamos.

Tras la alegría del reencuentro con los conocidos y de las presentaciones personales con los que participaban por primera vez, un pollo, ¡¡de corral y en pepitoria decía el menú!!, “deleitó” nuestros paladares y sació nuestro apetito, fuera por comerlo, fuera por quitar las ganas de comer. Nos acompaña de nuevo Helena a quien conocimos en Barcelona; su voz sigue siendo estentórea cuando clama y toda ella está en ese momento en que debe uno comérsela para no arrepentirse después de no haberlo hecho.

     ¿Quién podía esperar semejante inicio del recorrido que nos llevaría, por tierras segovianas, a admirar el Románico porticado? Quiosqueros reconvertidos desde la Dirección del periódico y la Jefatura de Redacción (insignes Ignacio y Lola), pertrechados con los consiguientes chalecos reflectantes por aquello de los peligros del tráfico, nos hacen entrega de la más candente actualidad (siglos X-XIII) en los diferentes reinos hispánicos. El Codex Chronicorum, Liber Periodicorum de las Centurias Romanicantes, nos informa puntualmente de las andanzas de Fernán González, Ramiro II, Sancho el Mayor de Navarra, etc., etc., con alardes tipográficos, literarios y fotográficos.

     Sotosalbos es nuestra primera etapa. La torre, típica segoviana, nos muestra el camino. Maximina nos abre la iglesia y vemos los restos residuales de pinturas en el ábside. La galería porticada, adornada en la cornisa del alero hasta la extenuación, nos muestra la sociedad de la época y le eterna lucha del bien y el mal completando la catequesis con los capiteles de los arcos.

En Duratón, es Fidel quien tiene la gentileza de franquearnos la entrada. La galería porticada nos muestra, con similares tallas y mismo tema, dos capiteles que destacan sobre los demás: el paradigma del mal, representado en ocho arpías, y la salvación del hombre, el triunfo sobre ese mal, en el que representa el nacimiento de Jesús. En el interior continúa la catequesis con los capiteles, numerosos, que sustentan el arco triunfal y los nervios de las bóvedas del ábside. Curioso abovedado.

     Sepúlveda se muestra acostada sobre la ladera del cerro y San Salvador, enhiesto en la cima del otero, la corona. Obdulia, la encargada de la oficina de turismo, abre la iglesia para nosotros. Contraste total entre la arquitectura perfecta de un románico pleno y la escultura, tanto interior como en la galería, que nos recuerda el prerrománico e incluso nos lleva a las costas irlandesas. No sucede igual con la escultura del exterior, más asimilada a la arquitectura. En el ábside, la inscripción con la era en que se construyó la iglesia, presenta un crismón que trae de cabeza a Juan Antonio pues le ha tirado por tierra una teoría bien montadita que tenía ya sobre determinados crismones. ¡Mira que si resulta ser de cualquier grafitero medieval!

     Sin salir de Sepúlveda, la iglesia de San Justo, convertida en museo, nos muestra sus delicados capiteles (alguien me comenta que los leones afrontados pueden haber sido modelo del perro de la película La Historia Interminable). Ana nos explica, con saber y profesionalidad, también con muchos nervios según nos dice, los avatares por los que pasó el monumento.

Se hace tarde y el estómago reclama su cuota de tiempo y viandas. Nos dirigimos a Sacramenia donde un suculento cordero asado, acompañado de la perenne ensalada, regado con vino de la tierra, nos espera para saciar nuestro apetito. Y bien a gusto que lo saciamos. El restaurante Maribel, con Luisa dirigiendo las operaciones, nos dejó un inmejorable recuerdo.

Tras la opípara comida, la iglesia del que fuera monasterio bernardo de Santa María la Real nos sorprende por su magnitud y perfección constructiva. Mientras nos dirigíamos a Sacramenia desde Sepúlveda, habíamos recordado el inmerecido destino del claustro y sus más nobles dependencias, hoy en Miami, lejos de la tierra donde se construyeron, mal reconstruidas y realizando funciones para las que no fueron hechos (recordamos también la expatriación del extraordinario ábside de la que fuera iglesia de San Martín de Fuentidueña). Ahora, el extraordinario espíritu de cooperación de Ricardo, el guarda de la finca, nos permite ver el lugar, hoy verde pradera, donde se levantó el claustro, la sala capitular y el refectorio de monasterio.

Fuentidueña es nuestra última etapa del día y el único lugar en que hubo un conato de fricción por las fotos. Mientras terminaba la misa que se celebraba en la iglesia en el momento en que llegamos, la escultura de capiteles y canecillos exteriores concitó nuestra atención. Hay capiteles, en las ventanas, de extraordinaria factura pero fue un canecillo el que atrajo la atención de la mayoría de los viajeros; pornografía explicita contiene su representación. Acabada la misa, las feligresas, una tras otra, nos advertían de la prohibición de hacer fotos en “su” iglesia (“el párroco no pinta aquí nada”, llegó a decir alguna). No obstante la cordura se impuso y los “japoneses” impenitentes pudieron dar rienda suelta a su ligero dedo. Satán y San Miguel en su papel cada uno de ellos y venciendo siempre éste, al igual que San Esteban, lapidado en un capitel contiguo, quedaron grabados en bites y píxeles.

La vuelta a Segovia, con un sol incandescente acercándose al horizonte de poniente, fue amenizada con algunos chistes que iban tomando un tinte verdoso.

Tras una cena que tratamos de pasar por alto, los más valientes recorrimos Segovia contemplando a la luz, a veces semi, de la iluminación nocturna, a veces a tentón, San Juan de los Caballeros, la Santísima Trinidad, San Esteban, San Miguel, San Martín.

     Lucían bien su elegancia románica y nos mostraban zonas de su anatomía con especial luminosidad: San Juan, parte de su galería, la Trinidad, su fachada occidental con su armoniosa portada, San Esteban, su esbelta y alta, altísima, torre, San Miguel, ya no románica, unos relieves del titular y otros dos santos de bella factura y San Marín su portentoso y grandioso atrio.

El domingo, tras el desayuno, nos dirigimos a la iglesia de San Millán donde Paco, el sacristán, a quien hemos hecho madrugar, nos tiene la iglesia iluminada. Nos acompaña, en el recorrido que realizamos esta mañana, D. José Antonio Ruiz Hernando, coordinador de los tres tomos de Segovia de la Enciclopedia del Románico. Su explicación de la arquitectura de la iglesia y en especial de la torre nos ilustra con sabiduría y nos sabe a poco.

Nos dirigimos a la iglesia de San Clemente, hoy cerrada al culto público (es la capilla del convento adyacente de las madres Reparadoras), cuyas puertas nos abre la amabilidad de D. Jesús Sastre, párroco de San Millán, de quien depende. Hermosas pinturas las que se descubrieron no ha mucho en la capilla adosada a la iglesia que, con la explicación de D. José Antonio (ya nos había ilustrado sobre el edificio desde un lugar estratégico de la calle), muestran su discurso.

Igual sucederá en la iglesia de los Santos Niños Justo y Pastor donde sus portentosas y bien conservadas pinturas cobrarán vida en sus labios. Hacemos entrega a D. José Antonio Ruiz Hernando del crismón de Jaca en agradecimiento a su amabilidad.

Rafael, quien mantiene abierta a diario la iglesia, nos despide con su simpatía y amabilidad habitual.

La hora de la despedida se acerca. Un rato después en el hotel, la mayoría de los que hemos compartido estos momentos, nos despedimos con el deseo de volver a vernos pronto.

Hemos recorrido unas tierras de gentes forjadas en la lucha contra el enemigo (en la época románica lo tenían cerca), y contra una naturaleza áspera y esquiva que rara vez compensaba el esfuerzo de su cultivo; pero que fueron capaces de vivir, luchar, laborar y decidir cómo hacerlo con la libertad que se concedían a sí mismos. En estas tierras, extrañamente (o no tanto) sólo en ellas, se construyeron galerías porticadas; y, en ellas, se tomaban estas decisiones. Fueron “espacios de libertad”.